Reconstruir el centro político
Andrés Velasco:»Ser de centro implica luchar por las ideas propias, no limitarse a sugerir matices -vocablo tan de moda- a proyectos de ley de matriz ideológica distinta a la del centro reformista. A punta de parches no se genera ni buena legislación ni mucho menos un proyecto político de largo alcance…».
Un fantasma recorre Chile: el fantasma de la ausencia del centro político. A Chile le fue bien cuando al centro le fue bien. Así ocurrió en los años 30 y 40, cuando de la mano del Partido Radical surgió una nueva clase media y se construyeron los cimientos de un Estado de Bienestar en nuestro país. Ocurrió también en la década de los 60, cuando un nuevo centro de inspiración social cristiana llegó al poder con un impulso reformista y renovador. Y ocurrió, por supuesto, en 1990-2010, cuando la colaboración del centro y la izquierda renovada hizo posible década tras década de estabilidad y progreso.
Hoy el centro político está debilitado. Y las consecuencias para Chile están a la vista. En parte esa debilidad es resultado del nefasto sistema electoral legado por la dictadura, que impuso el marco único de la opción binaria. También engendró una dinámica electoral en que, al apostar cada coalición por asegurar un escaño, la disputa se daba por el voto duro de cada sector y no por el voto mayoritario de centro. El resultado fue un Congreso con ideas mucho más extremas y polarizadas que las del electorado nacional.
La debilidad del centro también es consecuencia de la falta de voluntad política. Ser de centro implica luchar por las ideas propias, no limitarse a sugerir matices -vocablo tan de moda- a proyectos de ley de matriz ideológica distinta a la del centro reformista. A punta de parches no se genera ni buena legislación ni mucho menos un proyecto político de largo alcance.
La reconstrucción del centro parte por resaltar que hay un ideario centrista, que no es la mera combinación de las ideas de la izquierda y la derecha tradicionales. El centro no pretende ser «ni chicha ni limoná», sino un vino tinto potente con carácter y atributos propios.
Quienes somos de centro nos rebelamos ante la falsa dicotomía de quienes conminan a optar por la libertad o por la igualdad. La libertad es un valor político supremo porque nos permite, en la frase de Amartya Sen, vivir la vida que queremos vivir. Pero libertad e igualdad no están en conflicto, como sostiene la derecha, sino que son complementos, porque los grados crecientes de igualdad permiten ejercer efectivamente la libertad.
Esa libertad la ejercen las personas, no los grupos. Por eso, como escribió Carlos Peña en su columna del domingo recién pasado, las sociedades abiertas y democráticas «se esmeran por erigir al individuo y no a la colectividad como un valor». Los centristas rechazamos toda forma de corporativismo y desconfiamos de la noción -no son pocos quienes la quieren convertir en moda- de que basta que un colectivo corporativista grite a todo pulmón sus demandas en la calle para que estas adquieran legitimidad social.
Otra cosa, por supuesto, es que individuos libremente busquemos nuestra realización personal en el reconocimiento del otro y la convivencia con el otro (o la otra). Se equivocaba Margaret Thatcher al afirmar que no hay sociedad, solo individuos. El liberalismo de centro ve en la comunidad (o la sociedad) un ámbito natural para el ejercicio de la libertad.
El centro tiene ideas propias, pero no pretende tener todas las respuestas. Mucho mal han hecho -lo vimos en Chile décadas atrás- las ideologías totalizantes que ofrecen soluciones inmediatas a todos los problemas, derivadas de la lógica de su «modelo» o de la crítica implacable «del otro modelo».
Los problemas sociales requieren reformas sociales. Pero precisamente porque son importantes, esas reformas hay que hacerlas bien. Las buenas intenciones no bastan. Sin duda quienes legislaron para exigir que toda empresa que emplea 20 o más mujeres tenga sala cuna lo hicieron con el más noble de los ánimos. El problema es que Chile se llenó de empresas con solo 19 mujeres.
El enfoque de centro, para hacer bien una reforma, implica escuchar, dialogar y evaluar serenamente la evidencia a la hora de diseñar; negociar (es de la esencia de la democracia) para obtener apoyos políticos; proceder incrementalmente y aplicar los cambios gradualmente, de modo de poder aprender de la experiencia; y una vez puesta en práctica la reforma, evaluar rigurosamente, mantener lo bueno y cambiar lo malo. Lamentablemente, no es así como se hacen las reformas en Chile hoy.
Todo lo anterior se aplica con especial énfasis al mecanismo más delicado que tiene la relojería democrática: su Constitución. Los momentos constitucionales en que se parte de una tabla rasa solo tienen sentido al cabo de una guerra civil o colapsos institucionales equivalentes. No es el caso de Chile. Y una asamblea elegida por cuotas corporativistas es menos coherente con los principios de la democracia liberal que un proceso incremental de reforma, gatillado por el fin de los cerrojos constitucionales remanentes, tarea que el próximo Congreso, elegido por el sistema electoral post-binominal, debería acometer sin retrasos.
Chile tiene más de una tradición de centro. Algunas de esas tradiciones vienen de la social-democracia, otras del social-cristianismo, otras del liberalismo progresista, y también las hay del mundo de la centroderecha que se desplaza hacia el centro. Nada más ajeno al espíritu del centro que las exclusiones. Todas esas tradiciones y culturas políticas -más acaso algunas que todavía estén por nacer- tienen un papel que jugar en el gran proyecto de reconstrucción del centro político. Ya basta de fantasmas que recorren Chile.
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