Por qué la recuperación económica no derrotará al populismo
SANTIAGO – Los mercados, al igual que los expertos que esta semana se reúnen en Davos, están optimistas: la economía mundial va en pleno camino hacia una recuperación equilibrada y tal vez sostenida. Dada la mejoría en la economía ¿ocurrirá lo mismo en política?
La respuesta es sí para quienes consideran que el auge del populismo en el mundo es una repercusión de la crisis financiera global. A medida que disminuye el desempleo y los ingresos de la clase media comienzan a aumentar, la tentación populista se debilitará, o así lo esperan.
Si solo fuera así de simple.
Los políticos populistas que están en el poder (por ejemplo, Donald Trump o los conservadores partidarios del Brexit) se atribuirán el mérito de la recuperación, lo que fortalecerá su postura política. Pero ello es tan solo un fenómeno de corto plazo.
En los últimos años se ha producido un animado debate entre quienes favorecen una explicación económica del populismo y quienes lo explican en términos político/sociales. La explicación económica enfatiza que en un mundo donde la desigualdad económica va en aumento y los ingresos de la clase media están estancados (en esto se cita a Estados Unidos como prueba No. 1), a nadie debería sorprender que los votantes airados de las clases media y trabajadora se vuelquen hacia los políticos que prometen revertir dichas tendencias.
La cuestión dista de haber quedado resuelta, pero aún cuando la explicación económica fuera la correcta, de ello no se desprende que la actual recuperación global vaya a tener mayor incidencia en la política. Si la reciente inflación en el precio de los activos constituye un indicio de lo que vendrá (y nótese que es probable que las tasas de interés reales permanezcan bajas por mucho tiempo), el crecimiento podría ser del tipo que otra vez incremente de manera desproporcionada el ingreso y la riqueza del 1% más rico.
Incluso en el mejor de los casos, donde, de hecho, comenzara a mejorar la distribución del ingreso, hay algo en el que todos los economistas están de acuerdo: el cambio sería extraordinariamente lento. Otros factores que acaso han avivado la agitación política –la desindustrialización, la pérdida de empleos en el sector manufacturero, los tenaces bolsones de desempleo en ciudades y regiones que se han quedado atrás– también mutarían de modo muy lento, si es que lo hacen. Aún cuando la creciente marea de la recuperación hiciera flotar a todos los barcos, como les gusta decir a los economistas conservadores, ella no será suficiente para salvar a todas esas embarcaciones de las tempestades populistas.
Esto se debe también a que muchos de los factores que motivan al populismo no son económicos. La primera evidencia de ello es que partidos populistas han logrado un apoyo masivo (si no el poder) en países con un desempeño económico relativamente sólido. Así ha ocurrido en países desarrollados como Alemania y Suecia, y también en economías emergentes como Las Filipinas y Turquía.
Como se señala con frecuencia, el populismo es un estilo de política que crea un “otro” al que se pueden achacar todas las deficiencias de la sociedad. En el de izquierda, el “otro” es la élite –ya sea económica, financiera o política–. Para los populistas de derecha, los extranjeros, los inmigrantes, o las minorías étnicas o religiosas, cumplen el mismo propósito.
Este fenómeno no tiene nada de nuevo. El populismo era común en Estados Unidos a fines del siglo XIX; el fascismo europeo del siglo XX fue una variante del populismo de derecha; y desde luego que el populismo de izquierda ha sido una característica de la política latinoamericana desde Getúlio Vargas y Juan Domingo Perón, hace décadas, hasta Cristina Fernández de Kirchner y Nicolás Maduro, hoy en día.
Es probable que dos factores hayan facilitado el reciente regreso del populismo: un acelerado cambio cultural y social, y lo que se percibe como la corrupción de las élites políticas establecidas.
Partamos con el cambio cultural y social. A gigantes de la sociología, como Émile Durkheim, Ferdinand Tönnies y Georg Simmel, les preocupaba hace ya mucho tiempo que la transición de una sociedad tradicional a una moderna socavara las estructuras de apoyo tradicionales y dejara a los individuos sintiéndose solos y descontentos. La alienación no era síntoma de la falta de modernización sino resultado de ella.
La lección de las experiencias previas es que el populismo florece en ambientes donde se han debilitado las antiguas fuentes de identidad –por ejemplo, la clase o la nación–. En países ricos, este debilitamiento ha ocurrido como resultado de la globalización cultural y la migración masiva; en naciones emergentes, los papeles sociales y valores tradicionales están sucumbiendo a la urbanización rápida y al surgimiento de una nueva clase media empleada en el sector industrial o en el de servicios.
En los países latinoamericanos que han experimentado un rápido crecimiento económico en los últimos veinte años, los individuos informan a los encuestadores que viven mucho mejor que sus padres y que esperan que sus hijos vivan mejor aún. Sin embargo, muchas de estas personas dicen sentirse solas y abusadas, piensan que su sociedad es injusta, desconfían cada vez más de sus vecinos, y afirman estar desilusionadas con la democracia. Son estos votantes los que constituyen la base potencial de los movimientos populistas masivos.
Esto nos conduce al otro factor clave que sustenta el apoyo al populismo: el declive en la legitimidad de las élites políticas. Es imposible comprender el ascenso de Trump sin recurrir a la popular percepción (sea o no correcta) de que muchos políticos estadounidenses están en el bolsillo de banqueros codiciosos. Es probable que en Italia el Movimiento 5 Estrellas no hubiera adquirido tanta fuerza si los electores no hubieran creído que la clase política tradicional de su país se había enriquecido de modo sistemático a costa de fondos públicos.
Y, evidentemente, el populismo latinoamericano es incomprensible sin la corrupción de muchos integrantes de la elite política. El mega escándalo brasileño de los sobornos pagados por empresas de construcción, que se extiende a casi todos los países de la región, es el último capítulo de una larga y dolorosa historia.
Nada de esto va a cambiar con la recuperación económica global. Lo que se necesita es liderazgo político –para ayudar a la gente a entender los cambios por los que está pasando– como también reformas que construyan murallas chinas creíbles entre el dinero y la política, y empleen la tecnología para intensificar la rendición de cuentas por parte de la democracia y para facilitar la participación ciudadana. Los banqueros centrales –esos ingenieros vestidos de gris, impulsores del repunte económico– han cumplido su labor. Ahora, los políticos deben cumplir la suya.
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