Las promesas rotas de la democracia
SANTIAGO – La democracia liberal se encuentra bajo asedio. Los populistas de derecha y de izquierda no solo arremeten en contra de la globalización y del estancamiento de los ingresos de la clase media, sino que también ponen en entredicho la legitimidad de las instituciones de la democracia liberal y de las elites políticas que manejan dichas instituciones.
Es simplista echarles la culpa a las políticas post verdad que practican los populistas. Las mentiras y las exageraciones no funcionarían si el modo en que actualmente se practica la democracia no tuviera problemas. Debemos reexaminar y, de ser posible, reparar lo que el teórico de la democracia Norberto Bobbio denomina «las promesas rotas de la democracia».
Quien se haya presentado como candidato, habrá oído el reiterado reparo de los votantes: «A ustedes, los políticos, los vemos solamente para las elecciones». Los políticos parecen distantes y poco fiables, según los ciudadanos manifiestan a los encuestadores. Esta brecha es lo que explotan los populistas.
La democracia moderna es representativa. Cuando los representantes que han sido elegidos pasan más tiempo en el congreso que interactuando con los ciudadanos, no están faltando a su deber sino que llevando a cabo sus funciones. No obstante, la retórica de la democracia moderna afirma lo contrario: resalta la cercanía con los votantes y sus preocupaciones. Y la credibilidad de los líderes políticos sufre cuando el contraste con la realidad se torna demasiado patente.
En los sistemas democráticos, los políticos son agentes que actúan conforme al mandato de los principales (los votantes). Y, al igual que en economía, el problema principal-agente de las democracias constituye un problema porque es posible que el principal no pueda distinguir entre un agente idóneo y uno inepto. También es posible que un agente tenga intereses propios que chocan con los de los principales. En consecuencia, los ciudadanos tienen amplia razón para desconfiar de los políticos.
Las democracias se esfuerzan por procurar, a través de medios institucionales, que los intereses de los políticos y de los votantes coincidan. En Gran Bretaña, los distritos electorales que eligen a los miembros del parlamento son relativamente pequeños, mientras que en Estados Unidos los integrantes de la cámara baja deben buscar ser reelegidos cada dos años. Sin embargo, estas soluciones conllevan sus propios problemas, entre ellos una posible estrechez de miras y el riesgo de que la frecuencia de las elecciones haga que algunos políticos no deban rendir cuentas ante los votantes, sino ante los intereses especiales que financian sus campañas.
Los políticos democráticos también tratan de persuadir a los votantes de que sus propios intereses coinciden con los del electorado. Estos empeños pueden ser saludables, como cuando se dan a conocer las fuentes de financiamiento de una campaña o posibles conflictos de interés, pero también pueden no serlo, como cuando los candidatos sacan partido de los temores y resentimientos de los votantes.
De hecho, dos interesantes estudios realizados recientemente por investigadores de la Universidad de Harvard y de MIT, explican el surgimiento del populismo en términos de los esfuerzos realizados por políticos para demostrar a los electores que ellos no están en deuda con intereses poderosos. Así, aunque las políticas populistas reduzcan el bienestar económico general, los votantes racionales optan por ellas porque son el precio de distinguir entre diferentes tipos de políticos. Como se señala en uno de los estudios: «una vez que los líderes dejan de ser necesariamente honestos, es posible que valga la pena contratar a los que son incompetentes».
Bobbio subraya que la falta de confianza en los políticos democráticos obedece también a otras dos dificultades. Una es que las sociedades modernas son pluralistas, y dentro de ellas hay muchos intereses que compiten por ser representados; no hay una voluntad general que un político pueda representar. La otra es que en una democracia representativa no existe un mandato vinculante que obligue al representante elegido a actuar de una manera determinada. Una vez en su cargo, el político es libre de decidir por sí solo en qué consiste el bien de la sociedad y qué políticas pueden promoverlo.
El potencial para que se produzca un conflicto es obvio. Incluso en el improbable caso de que no haya diferencias entre los intereses que representa un político, no será fácil decidir cuáles son las mejores políticas. Todavía peor, es muy posible que un político competente y honesto opte por las mejores políticas, pero que dentro de un entorno de información imperfecta, no consiga persuadir a los votantes de que actuó de manera correcta.
Supongamos que el objetivo es aumentar el empleo y que el político escoge la mejor fórmula para lograrlo. Posteriormente, el empleo disminuye como resultado de un impacto externo. Los votantes nunca estarán seguros sobre cuál hubiera sido la fórmula más idónea, pero sospechan que el político puede haber exagerado el tamaño del shockexterno para explicar la pérdida de puestos de trabajo. Lo único que saben es que no pueden conseguir trabajo cuando lo desean, y le echan la culpa de esto al político.
A medida de que las sociedades se vuelven más complejas y que aumenta la dificultad para evaluar y decidir sobre políticas públicas, asimismo aumenta el potencial para que se produzca este tipo de tensión. La importancia social de los tecnócratas que poseen los conocimientos necesarios para tomar decisiones complejas en cuanto a políticas se elevará, pero se reducirá su estima ante la sociedad. Recordemos lo que manifestó el exministro de justicia del Reino Unido, Michael Grove, en medio del debate sobre el Brexit: «los ciudadanos de este país están hartos de los expertos». O, según lo expresa Bobbio, «la tecnocracia y la democracia son la antítesis: si el experto es el protagonista de la sociedad industrial, ello excluye todo papel central que el ciudadano de a pie pueda desempeñar».
Añadamos un factor final a la complicación: la tecnología aumenta enormemente la velocidad con la que los ciudadanos transmiten sus diversas demandas. El alcalde de una ciudad se enterará de modo casi instantáneo a través de Twitter y Facebook cuando no se ha recogido la basura en cierta calle. Sin embargo, los mecanismos de consulta y contrapeso democrático frenan la velocidad de las respuestas. Supongamos que el alcalde quiere implementar un nuevo sistema de recogida de basura y eliminación de desechos. Esto exigirá evaluaciones de impacto ambiental y extensas consultas ciudadanas. En los años que lleve la puesta en práctica del nuevo sistema, habrá ocasiones en que no se recogerá la basura, lo que agudizará –casi día a día– el conflicto entre lo que la ciudadanía espera y lo que la democracia puede proporcionar.
Quizás el problema no resida solamente en el modo en que la democracia se practica en la actualidad, sino también en las expectativas que generan algunos de sus defensores. De hecho, las promesas de la democracia se han roto. «Pero», pregunta Bobbio, «¿se trataba de promesas que realmente podrían haberse cumplido? Yo diría que no».
Es posible que en este contexto se aplique el antiguo pronunciamiento de Churchill: la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás. Bajo la democracia representativa moderna, los seres humanos poseen mayor libertad personal y prosperidad material que en cualquier otro momento de su historia. Estamos más cerca que nunca de poner en práctica los valores de libertad y dignidad para todos. ¿Acaso no es esta una publicidad suficientemente poderosa en apoyo de la democracia liberal?
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