El impasse político de Brasil
SANTIAGO – Fue algo que los brasileños creían haber superado en política: un día, la presidenta en ejercicio nombra como ministro a un popular expresidente con el fin de evitar que sea procesado, y los comentaristas rápidamente llegan a la conclusión de que él está a cargo. Al día siguiente, un juez federal bloquea el nombramiento, en los tribunales se entablan demandas y contrademandas, millones de personas salen a las calles a protestar exigiendo la destitución de la presidenta, y nadie sabe con certeza quién está a cargo.
Brasil está enfrentando su peor crisis política desde que se restaurara la democracia en 1985. La Presidenta Dilma Rousseff ha hecho mucho por merecer un índice de aprobación bajo diez puntos. Hasta hace poco, parecía probable que se las iba a arreglar para finalizar su periodo presidencial de cuatro años, que termina el 2018, aunque esto obedeciera solamente a la renuencia de los partidos de oposición a hacerse cargo de rectificar la desastrosa situación económica que ha creado su gobierno.
Pero hoy día, todo puede pasar. Al tratar de salvar a su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, Rousseff ha hecho que sea mucho más difícil salvar su propia presidencia. Ahora que el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que en un momento fue el más grande de la coalición gobernante, ha abandonado el gobierno, es posible que en el congreso se alcancen los dos tercios de votos necesarios para destituir a Rousseff.
La buena noticia es que ciertas instituciones de la democracia brasileña funcionan bien. Después de todo, no en todas las democracias los fiscales y los jueces disponen de la autonomía necesaria para investigar a empresarios multimillonarios o a un expresidente que en un momento gozó de gran popularidad.
La mala noticia es que no se divisa por parte alguna el liderazgo político que Brasil requiere para salir de su crisis. En toda la región, los latinoamericanos que responden a las encuestas afirman que están hartos de los políticos tradicionales. En Brasil, el problema de la legitimidad política es especialmente agudo. No solo los líderes del gobierno están bajo ataque; cuando dirigentes de la oposición se unieron a las manifestaciones callejeras hace dos semanas atrás, fueron recibidos con abucheos.
La desastrosa situación económica del país hace que un fuerte liderazgo político sea especialmente urgente. La contracción de casi el 4% en 2015, junta con otra similar que se anticipa para el año en curso, implica la recesión más profunda de los últimos cien años. Parte del problema es importado: el colapso en los precios de las materias primas y el endurecimiento de las condiciones financieras internacionales golpearon a Brasil de manera contundente. No obstante, otros exportadores sudamericanos de commodities se encuentran en condiciones mucho mejores. Este contraste sugiere que una buena parte de los problemas de Brasil fueron de fabricación nacional.
El mundo aplaudió cuando este país apretó el acelerador fiscal para contrarrestar los efectos locales de la crisis financiera de 2008. La capacidad de implementar una política fiscal contracíclica fue interpretada como un signo de madurez económica. Pero al gobierno de Rousseff se le olvidó quitar el pie del acelerador luego de terminada la crisis. El año pasado, el déficit fiscal total fue superior al 10% del PIB. Puesto que Brasil tiene algunas de las tasas de interés reales y nominales más altas del mundo (el interés de la deuda pública es más del 7% del PIB), la bola de nieve de la deuda crece a tasas especialmente rápidas.
Es posible que Brasil sea el único país del mundo donde las tasas de interés de corto plazo altas pueden incrementar la inflación debido a que aumentan el déficit fiscal y la acumulación de deuda, y esto a su vez crea inquietud sobre una futura monetización. Afortunadamente, la denominación de su deuda es en la moneda nacional, lo cual hace que sea improbable una corrida de la deuda pública (la que dejaría al gobierno incapacitado para financiarse).
Sin embargo, esto no debería oscurecer el hecho de que la situación fiscal de Brasil es insostenible. Según la conocida expresión del economista estadounidense Herbert Stein, «si algo no puede continuar para siempre, entonces se detendrá». Un corolario a esta ley es que mientras más largo sea el proceso, mayores son las probabilidades de que su fin no sea bueno. Este bien podría ser el caso de Brasil.
Los mercados financieros han celebrado todos y cada uno de los problemas de Rousseff. El real brasileño, que se desplomó el año pasado y durante enero de 2016, ha repuntado en el preciso momento en que se deprecia la imagen del gobierno. No obstante, los inversores que apuestan por un giro rápido en la situación de Brasil probablemente sufran un desengaño.
Aunque Rousseff fuera destituida, no existe ninguna certeza de que su sucesor vaya a tener la voluntad política y el apoyo requeridos para llevar a cabo los cambios que son imprescindibles en la economía. A los inversores les gusta fantasear sobre reformas económicas realizadas por un gobierno posterior al de Rousseff, encabezado por el actual Vicepresidente Michel Temer y apoyado por su PMDB y por partes del opositor Partido de la Social Democracia Brasileña del expresidente Fernando Henrique Cardoso. Un gobierno semejante sería mejor que el actual, pero es posible que carezca de la voluntad –o de los votos en el congreso– para impulsar reformas económicas. Y, de acuerdo a una encuesta reciente, contaría con el apoyo de tan solo el 16% de los brasileños.
Todavía más, la envergadura del desafío en sí misma es sobrecogedora. Un recorte por aquí y otro por allá no serán suficientes para solucionar las dificultades fiscales estructurales de Brasil. Lo central del problema reside en un mal concebido sistema de pensiones: el país gasta en ellas un monto superior al 13% de su PIB, más que cualquier nación industrializada grande a excepción de Italia, cuya población tiene en promedio muchos más años de edad que la brasileña.
Más del 70% del gasto fiscal está predeterminado por leyes que fijan transferencias y subsidios, y hay poco espacio para aumentar los impuestos (la recaudación total como proporción del PIB ya es la más alta de América Latina). Para solucionar las dificultades fiscales de Brasil se requiere un equipo de políticos con la misma habilidad, ambición y talento que solía tener su equipo nacional de fútbol.
Sanear la política fiscal es algo necesario no solo para tranquilizar a los inversores. Si no se encuentra una solución, no habrá ni crecimiento económico sostenido ni creación de empleo. El desahorro por parte del gobierno contribuye a que la tasa nacional de ahorro sea deplorablemente baja. Cada vez que aumenta el ritmo de las inversiones, el déficit de cuenta corriente sube a niveles que generan inseguridad. Una vez que extranjeros atemorizados dejan de financiarlo, la inversión forzosamente disminuye, lo que impide el crecimiento. Además de que un gasto tan alto en intereses deja al gobierno brasileño con pocos recursos para las inversiones en infraestructura que son tan necesarias.
En un congreso al que asistí en São Paulo el año pasado, un experto académico comparó los actuales escándalos en Brasil con las investigaciones mani pulite («manos limpias») que se realizaron en Italia a mediados de la década de 1990. En este país, la ciudadanía, que deseaba deshacerse de la manchada elite política, terminó con «Berlusconi, quien resultó mucho peor que todos los otros». El mensaje es claro: puede que Brasil enfrente un futuro similar. El populismo con frecuencia florece cuando declina la legitimidad de las instituciones políticas.
Sin embargo, los brasileños se merecen a alguien mejor que un Berlusconi (o un Trump). Brasil e Italia se han encontrado dos veces en las finales de la Copa Mundial de Fútbol (1970 y 1994) y en ambas ocasiones los brasileños se desempeñaron mejor que los italianos. Es de esperar que nuevamente suceda lo mismo, pero esta vez más allá de la cancha de fútbol.
Columna de Andrés en The Project Syndicate
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