Incentivo al trabajo
SANTIAGO – Algunas políticas económicas son analfabetas porque causan una ineficiencia evitable. Otras son crueles porque causan un sufrimiento humano evitable. No hay muchas que sean económicamente analfabetas y crueles al mismo tiempo, pero el gobierno conservador del Reino Unido lo acaba de lograr al recortar los créditos tributarios para los trabajadores de bajos ingresos.
El modelo para este sistema, creado por un gobierno laborista en 2003, es el programa estadounidense llamado Earned Income Tax Credit [Crédito Tributario al Ingreso Laboral]. En la práctica, los dos sistemas funcionan como un subsidio salarial para quienes reciben remuneraciones bajas, reduciendo la pobreza – especialmente para mujeres con hijos pequeños – y fortaleciendo los incentivos al trabajo.
El éxito ha atraído a imitadores. Turquía adoptó subsidios al empleo enfocados en regiones en 2004-2005. Cuando yo era Ministro de Hacienda de Chile, en 2008, nuestro gobierno de centro-izquierda implementó un subsidio salarial enfocado en los trabajadores jóvenes. Sudáfrica hizo casi lo mismo en 2014, y otros países de ingresos medios han discutido la adopción de políticas similares.
La medida tomada por los Tories en el Reino Unido se basa en cálculos fiscales miopes (que parecen recortar algunas libras extra del déficit presupuestario) y en cálculos políticos miopes (demostrar «dureza» frente a los derechistas que creen que los pobres son indignos). Pero la medida también es interesante por lo que revela sobre el debate acerca del futuro del trabajo (y de las políticas del mercado laboral) tanto en las economías avanzadas como en las emergentes.
Dos son las fuerzas que conforman este debate. La primera son los cambios tecnológicos. Después de que la globalización facilitara el traslado de empleos desde países ricos hacia países pobres en los sectores de la manufactura y de los servicios, ahora la creciente automatización amenaza con trasladar los trabajos de los seres humanos a robots. Un estudio reciente realizado por dos economistas de la Universidad de Oxford estima que hasta el 47% de los empleos en Estados Unidos está en peligro.
Los tecno-optimistas, como el inversor en capital de riesgo Peter Thiel, sostienen que las máquinas consumen poco (fuera de electricidad) y al mismo tiempo nos permiten producir mucho más, por lo cual sus efectos sobre el bienestar humano tienen que ser claramente positivos. Los tecno-pesimistas, como Robert Skidelsky, temen que las máquinas van a erradicar tantos empleos que los gobiernos se verán obligados a proporcionar ingresos básicos a todos sus ciudadanos.
Ninguna de las dos posiciones es correcta. Los temores sobre la pérdida de empleos a causa del progreso tecnológico no son nuevos: esto ya era motivo de preocupación para los ludistas del siglo XIX. Inventos como la locomotora a vapor y el telar mecánico destruyeron algunos trabajos, pero con el tiempo crearon más.
Pero hay salvedades. Una es que el proceso de adaptación es largo, porque los antiguos trabajos desaparecen rápidamente y los nuevos pueden tardar en reemplazarlos. Se necesitan políticas públicas tanto para acelerar el proceso de ajuste como para aliviar el sufrimiento humano.
Otra salvedad es que el cambio tecnológico puede empeorar la distribución del ingreso si es que los puestos que desaparecen son los ocupados por trabajadores no calificados. Una menor demanda de sus servicios hará que caigan sus salarios relativos (y tal vez absolutos), lo que aumentará la desigualdad del ingreso. En este caso también se requieren políticas laborales activas, y prácticas como el subsidio salarial pueden desempeñar un papel clave.
Desgraciadamente, las agrias discusiones que permean el debate actual sobre el empleo, hacen difícil la creación de una política que responda de manera adecuada a estos desafíos. En los países ricos, el estancamiento de los sueldos de la clase media ha creado una comprensible ansiedad. Políticos como Hillary Clinton en Estados Unidos prometen que pueden inducir a las grandes empresas a pagar sueldos más altos.
Ellos cuentan con el apoyo de luminarias como Paul Krugman, economista ganador del Premio Nobel, quien, basándose en la investigación pionera de los economistas David Card y Alan Krueger, sostiene que aumentar el salario mínimo no va a conducir necesariamente a la destrucción de muchos trabajos, sino que incluso es posible que cree algunos. (De manera paradójica, el Ministro de Hacienda británico, George Osborne, parece estar de acuerdo con estos demócratas estadounidenses de tendencia izquierdista, ya que propuso un aumento al salario mínimo para compensar parcialmente el recorte de los subsidios salariales).
La polémica también se está animando en países de ingresos medios, donde los sindicatos ejercen presión sobre los políticos para que emprendan acción. En Chile, por ejemplo, el actual gobierno de izquierda ha enviado al Congreso un proyecto de ley que promete mejorar la distribución del ingreso simplemente otorgándoles mayor poder a los sindicatos en las negociaciones colectivas.
Las metas son nobles, pero las políticas propuestas por sí solas no solucionarán el problema. En una economía que crece, un aumento acotado del salario mínimo no tiene por qué resultar en la pérdida de empleos, pero ciertamente sí se perderán puestos de trabajo en el caso de aumentos grandes en el contexto de un crecimiento débil (la norma hoy en casi todas partes). Y la automatización hará más fácil la substitución de trabajadores por máquinas, probablemente aumentando la baja elasticidad de la demanda de trabajo con respecto al costo de la contratación (ajustado para incluir los costos de rotación y capacitación) en que se basa el punto de vista de Card, Krueger y Krugman.
Asimismo, el potencial de redistribuir el ingreso que tienen las negociaciones colectivas presupone la existencia de prácticas empresariales no competitivas, las que a su vez generan ganancias anormales que los sindicatos pueden redistribuir hacia sus propios miembros a través de la negociación colectiva. Pero la globalización y el progreso tecnológico, al hacer más fácil que se junten oferentes y demandantes en un mercado, harán que mantener esas conductas monopolísticas por parte de las empresas sea más difícil en el futuro.
Todavía más, las políticas tradicionales de redistribución presuponen empleados tradicionales, vinculados a la empresa por contratos laborales tradicionales. Éste es otro elemento que en la actualidad tampoco se puede dar por sentado. ¿Son los choferes de Uber empleados de Uber? El debate arde desde París a San Francisco, y se puede dar por cierto que surgirán controversias similares en muchas otras ciudades y otros países – y no sólo en cuanto a Uber.
Estamos acostumbrados a la idea de que los dueños del capital contratan trabajadores y fijan las reglas. Pero, es posible que en el futuro la tecnología permita que los trabajadores contraten el capital que necesitan y trabajen con un nivel de autonomía sin precedentes. En un mundo así, las luchas en torno a la distribución del ingreso serán muy diferentes.
El mes pasado asistí a un congreso en Francia llamado «¿Y si el trabajo fuera la solución?», en el que los asistentes – los mayores talentos de Francia – llegaron a la rotunda conclusión de que el trabajo efectivamente parece ser la clave para mejorar la cohesión social y para lograr vidas más plenas.
Muchos asistentes también estuvieron de acuerdo en que la mejor manera de favorecer la distribución del ingreso es proporcionar trabajo a quienes carecen de empleo (y por lo tanto de ingresos). Una de las cifras que más llamó la atención en el congreso fue ésta: de los cinco mil millones de personas que hoy están en edad de trabajar, solamente tres mil millones tienen empleo. Resolver este problema requiere de enfoques más innovadores que los propuestos hasta ahora por expertos y políticos. Osborne y los conservadores británicos están totalmente equivocados. Nadie debería seguir su ejemplo.
Columna de Andrés en The Project Syndicate
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