Líderes zorro de América Latina
SANTIAGO – «Toda nación tiene los líderes que se merece», sentenció el contrarrevolucionario francés Joseph de Maistre. Pero se equivocaba. Los países de América Latina no eran merecedores de los vociferantes demagogos ni de los generales puño-de-hierro que, hasta hace poco, solían ocupar sus sedes de gobierno.
Un vistazo a Venezuela o Nicaragua nos hace recordar que todavía no desaparecen los demagogos ni los populistas. Sin embargo, desde los años 1990 ha ido en ascendencia un nuevo tipo de líder –moderado, intelectualmente humilde y propenso al gradualismo–. Este es el liderazgo que América Latina se merece de verdad.
El decano de esta generación de pragmáticos falleció la semana pasada. En un continente de líderes de palabras estruendosas, Patricio Aylwin, quien condujo a Chile de la dictadura a la democracia en 1990, constituía una rareza: un profesor universitario de voz suave, cuya pasión era el estudio de los aspectos más abstrusos del derecho administrativo. Su legado arroja luz sobre lo que deberían hacer los líderes latinoamericanos moderados si es que han de tener éxito.
Aylwin se vio ante una de las decisiones morales más difíciles que puede enfrentar el líder de una democracia recién restablecida: hasta qué extremo buscar el enjuiciamiento de quienes habían secuestrado, torturado y asesinado a miles de chilenos durante la dictadura del General Augusto Pinochet. Su respuesta continúa siendo polémica hasta el día de hoy. Según afirmó, procuraría la justicia “en la medida de lo posible”.
Esta idea pareció chocante al principio: ¿no se supone que la justicia es un imperativo moral absoluto? Lo es. Pero la historia demuestra que no es un imperativo que siempre se pueda lograr de forma perfecta. Obtener justicia, aunque sea imperfecta, constituye un objetivo moral en sí. Aylwin comprendía esto y actuó de manera acorde.
La coalición que dirigía, audazmente recogió el desafío de Pinochet de participar en 1988 en un plebiscito para determinar si él continuaría en el gobierno, ganó a pesar de todas las adversidades, y en 1990 apartó al dictador del poder. Si alguna vez ha existido el caso de un dictador alejado no por la fuerza de la violencia sino de la palabra, el de Chile lo fue.
Luego de asumir el mando, el nuevo gobierno democrático decidió que antes de imponer castigos, era preciso establecer toda la verdad acerca de las violaciones de los derechos humanos. La «Comisión de la Verdad y Reconciliación» creada en Chile pasó a ser el modelo para entidades semejantes que fueron organizadas en la década de 1990 en Sudáfrica y otros países a través del mundo. Aylwin apareció en la televisión para compartir la triste verdad con sus compatriotas. Con voz temblorosa, pidió perdón en nombre del Estado por los crímenes cometidos. A los chilenos de mi generación todavía nos tiembla la voz cuando recordamos ese momento.
Los tribunales realizaron su labor. Pinochet nunca estuvo dentro de una celda, pero muchos de sus subalternos –entre ellos el líder de la policía secreta– cumplieron condenas largas. ¿Cuántos países que emergen de un oscuro período autoritario (es posible pensar en Rusia, Alemania Oriental, España, Portugal o Brasil) pueden decir que han hecho lo mismo? En el Chile de Aylwin, la justicia se puso en práctica en la medida de lo posible, pero ello no fue algo que se pueda menospreciar.
Aylwin pertenecía al Partido Demócrata Cristiano, que en Chile surgió de las cenizas del antiguo Partido Conservador. Era católico observante. No le hubiera gustado que lo tildaran de liberal. Sin embargo, gobernó de acuerdo al estilo del zorro liberal del filósofo Isaiah Berlin, el que sabe de muchas cosas, en oposición a su erizo, el que sabe mucho de una sola cosa.
Los populistas siempre son erizos, ya sea en América Latina o en otros lugares. Son dogmáticos. El mundo tiene que adaptarse a su ideología monolítica, en lugar de viceversa. El pragmatismo, la experimentación con diferentes políticas, el aprendizaje gradual, no son lo suyo. «Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Qué hace usted, señor»? El espíritu tras esta famosa sentencia, atribuida a John Maynard Keynes, resulta ajeno al sector de los populistas, pero no así a la generación de pragmáticos latinoamericanos capitaneada por Aylwin.
Él era el antipopulista. Asumir el poder después de 17 años de un gobierno autoritario de derecha, conlleva una enorme tentación de prometer mucho y gastar generosamente. No obstante, Aylwin practicó la austeridad fiscal y ofreció a los chilenos dignidad, además de sudor y trabajo duro (pero no sangre ni lágrimas).
Aylwin instintivamente desconfiaba de los mercados y en alguna ocasión afirmó con orgullo que jamás había puesto pie en un centro comercial. Sin embargo, luego de instalado en la presidencia, no solo mantuvo el sistema económico de libre mercado de Chile, sino que lo profundizó, celebrando acuerdos de libre comercio con un gran número de países. Al mismo tiempo, su gobierno elevó los impuestos, aumentó el gasto social y fortaleció la negociación colectiva a través de un acuerdo con los sindicatos. Su liderazgo fue el del zorro en su mejor expresión.
Los resultados fueron alentadores. En los años desde 1990, el ingreso per cápita en Chile se ha triplicado. En ese entonces, el 40 % de los chilenos vivía por debajo de la línea de la pobreza; hoy día, la cifra es de alrededor del 10 %. La desigualdad no se ha reducido, pero, contrario a lo que afirman algunos críticos, tampoco ha aumentado.
El economista Albert O. Hirschman, probablemente el observador más agudo de la política latinoamericana de los últimos cincuenta años, ha sido crítico de lo que él llama –citando a Flaubert– la rage de vouloir conclure, o la obsesión que muestran algunos líderes de la región por tratar de llevar todo a una conclusión inmediata. En su lugar, Hirschman llamó a los líderes a desarrollar una «pasión por lo posible», y pacientemente «vender las reformas de a poco».
Aylwin acogió este llamado. Lo mismo hicieron Fernando Henrique Cardoso de Brasil, Alan García de Perú, Ernesto Zedillo de México, Juan Manuel Santos de Colombia, Ricardo Lagos de Chile y Julio María Sanguinetti de Uruguay. Por un tiempo, el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva pareció formar parte del grupo. Mauricio Macri, jefe de gobierno de Argentina, es un postulante contundente, pero con solo unos pocos meses de presidencia, es demasiado pronto para decidir.
El «posibilismo» no es lo mismo que la complacencia. Por el contrario, en las palabras de Hirschman, apunta a «ampliar los límites de lo que es o se percibe que es posible». Hubo una época en la que no parecía posible que América Latina fuera bien gobernada. Hoy día, sabemos que no es así. Por ello, deberíamos agradecer a líderes como Patricio Aylwin.
Columna publicada originalmente en www.project-syndicate.org
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