El sistema previsional chileno en aprietos
SANTIAGO – Los sistemas previsionales de prestaciones definidas están bajo presión. Los cambios demográficos entrañan problemas para los llamados sistemas de reparto, en los cuales las cotizaciones que hacen los trabajadores actuales financian las pensiones. Y las tasas de interés extremadamente bajas crean problemas para los sistemas de capitalización, en los cuales el rendimiento de las inversiones previas paga las jubilaciones. Hace poco, el Financial Times se refirió a este asunto como «una crisis social y política que va en desarrollo».
Con frecuencia se alaba a los sistemas de cotizaciones definidas y capitalización plena por ser la alternativa más factible. A este respecto, se supone que el modelo es Chile, donde desde 1981 se requiere que los ciudadanos ahorren para su jubilación en cuentas individuales, administradas por compañías privadas. Sin embargo, últimamente, miles de chilenos se han lanzado a las calles para protestar contra las pensiones bajas. (El promedio que paga el sistema privado es de alrededor de US$300 al mes, monto inferior al salario mínimo en Chile).
El gobierno chileno, sintiendo la presión, se ha comprometido a realizar cambios en un sistema que ha sido imitado por países como Perú, Colombia y México, y que en algún momento George W. Bush describió como un «gran ejemplo» para la reforma del sistema de Seguridad Social de Estados Unidos. ¿Qué está sucediendo?
La culpa reside, parcialmente, en el mercado laboral. El chileno es más formal que el de sus vecinos, pero muchas personas –especialmente las mujeres y los jóvenes– o no tienen empleo o bien trabajan sin contrato. La alta rotación laboral hace que sea difícil cotizar de manera regular. Y también ha resultado difícil hacer cumplir las reglas que exigen que los trabajadores independientes coticen en sus cuentas individuales.
A ello hay que agregar que la tasa de ahorro exigida por ley es solo el 10% de la remuneración mensual, y que la edad de jubilación es de 65 años para los hombres y 60 para las mujeres –todas cifras mucho más bajas que el promedio de los países de la OCDE. El resultado es que los chilenos ahorramos muy poco para nuestra jubilación, por lo cual no puede sorprender que las pensiones sean bajas.
Pero la historia no acaba aquí. Algunos de los mismos problemas que aquejan a los sistemas de prestaciones definidas también afectan a los sistemas de cotizaciones definidas en cuentas privadas, como el chileno. Consideremos los cambios en la esperanza de vida. Una mujer que hoy jubila a los 60 años puede llegar a los 90. Es decir, un fondo acumulado en 15 años de cotizaciones (el promedio para la mujer en Chile) debe financiar pensiones por unos 30 años. Esta combinación podría producir pensiones decentes solamente si el rendimiento financiero de los ahorros fuera astronómico, y no lo es.
Por el contrario, a partir de la crisis financiera mundial de 2008-2009, las tasas de interés han estado colapsando a través del mundo, y Chile no es una excepción. Esto repercute en todos los sistemas previsionales de capitalización, ya sean de prestaciones definidas o de cotizaciones definidas.
Un rendimiento financiero menor conlleva o pensiones más bajas o déficits más altos. El shock y sus consecuencias son de envergadura. En el caso de un trabajador que a la hora de jubilar utiliza su fondo para adquirir una renta vitalicia, una caída del 4% al 2% en la tasa de interés a largo plazo significa un recorte en su pensión de casi 20%.
En Chile, el problema de la tasa de rendimiento se complica aún más debido a que las administradoras de los fondos cobran altas comisiones, las que se fijan como un porcentaje de la remuneración mensual del cotizante. Hasta que la ley obligó a las administradoras de fondos previsionales a participar en licitaciones, no había mayor competencia en este ámbito (las encuestas revelan que la mayor parte de los cotizantes ignora el monto de las comisiones que paga). Hace poco, un grupo de expertos nombrado por el gobierno llegó a la conclusión de que las administradoras han generado elevados retornos brutos reales en las inversiones –un promedio del 8,6% anual entre 1981 y 2013– pero las altas comisiones han recortado los retornos netos para el cotizante al 3% anual durante el mismo período.
Estas altas comisiones también implican considerables ganancias para las administradoras de los fondos. Y, lo que impulsa las protestas callejeras es, precisamente, la disparidad entre los escuálidos montos de las jubilaciones y las contundentes ganancias de los empresarios. Por lo tanto, el mayor desafío que enfrenta el sistema previsional chileno no reside tanto en problemas técnicos, como en su déficit de legitimidad política.
Para abordar este problema, es útil considerar a cualquier sistema previsional como una forma de administrar riesgos, ya sean de desempleo, enfermedad, tasas de interés volátiles, muerte súbita o una vida muy larga. Los distintos principios que se emplean para organizar un sistema previsional –de prestaciones definidas versus de cotizaciones definidas, de capitalización plena versus de reparto, más todos los grados intermedios– asignan dichos riesgos de modos diferentes entre los trabajadores, los contribuyentes, los jubilados y el Estado.
La lección clave que se desprende de Chile es que un sistema de capitalización con cuentas individuales tiene algunas ventajas: puede estimular el ahorro, proporcionar un stock amplio y creciente de fondos invertibles (más de US$ 170 mil millones en Chile) e incentivar el crecimiento económico. No obstante, también deja a los ciudadanos demasiado expuestos a demasiados riesgos. Una reforma exitosa debe mejorar el mercado laboral, diseñar mejores mecanismos para compartir los riesgos y, al mismo tiempo, conservar los incentivos para ahorrar. Es un tremendo desafío.
El sistema chileno ya permite compartir ciertos riesgos entre los trabajadores de bajos ingresos y los contribuyentes a través de una pensión mínima no contributiva y de un conjunto de complementos a la jubilación, implementados en la reforma del 2008 (yo participé en su diseño siendo ministro de Hacienda). La experiencia posterior sugiere que dichos beneficios deberían ampliarse y ponerse al alcance de un mayor número de jubilados. Sin embargo, el gobierno chileno dispone de escasos recursos para esto, puesto que ha comprometido la recaudación de una cuantiosa reforma tributaria implantada hace dos años, a la mal concebida política de entregar estudios universitarios gratis, incluso a estudiantes de ingresos altos.
En respuesta a las manifestaciones recientes, el gobierno ha propuesto un plan adicional para compartir los riesgos: una parte (aún no decidida) de un aumento de 5 puntos porcentuales en la tasa obligatoria de ahorros previsionales, a ser pagada por los empleadores, irá a un «fondo solidario» que podrá financiar transferencias a quienes reciben una jubilación baja.
El objetivo es correcto, pero, como suele suceder, la dificultad reside en los detalles. Parece probable que, en el mediano a largo plazo, se produzca un ajuste en las remuneraciones, de modo que la carga efectiva de los nuevos ahorros no recaería en los empleadores, sino en los empleados. Hay un estudio que revela que los trabajadores consideran la mitad del ahorro obligatorio como un impuesto a los ingresos laborales, de modo que un aumento demasiado alto (especialmente en los fondos que no van a las cuentas individuales de los trabajadores) podría resultar en una disminución de la participación en la fuerza laboral, en un giro del empleo formal al informal, o en las dos cosas. Eso es precisamente lo que la economía chilena no necesita.
No existen respuestas fáciles al dilema de las pensiones, sea en Chile o en cualquier otro país. Los legisladores chilenos se verán obligados a tomar arduas decisiones en relación a una serie de disyuntivas que son difíciles de cuantificar. Los jubilados airados y quienes se aprontan a jubilar, los estarán observando con atención.
Traducido del inglés por Ana María Velasco
Columna original publicada en Project syndicate
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