Mi mamá
Mi madre, Marta Brañes, tiene bastantes años. Tantos que no me atrevo a confesarlos (a ella no le gustaría). Con esos años a cuesta partió hace pocos días al matrimonio de una sobrina-nieta en México. Mi tío Raúl, hermano menor de mi mamá, fue exiliado a México durante la dictadura, y se fue quedando hasta morir allá. Sus tres hijas se casaron con mexicanos. Ahora le tocaba el turno a la mayor de las nietas de Raúl. “Tengo que representar a la familia”, me dijo mi madre con un tono algo solemne que es muy suyo, y partió.
Dicen que sentirse querido cuando chico ayuda mucho cuando grande. Puedo dar fe de ello. Mi mamá fue y es cariñosa y dedicada hasta la obsesión. Sus amigas todavía le hacen bromas recordando cómo hervía las mamaderas y los pañales de sus dos hijos. Entre mis primeros recuerdos está bajar con ella, vistiendo esos pantalones cortos con tirantes que ningún niño se pondría hoy, a jugar en los jardines del Congreso frente al departamento de la calle Catedral donde vivíamos.
La Martuca, como le decimos en la familia, estudió derecho en la Universidad de Chile en la década del 50, cuando pocas mujeres lo hacían. Esa experiencia marcó su carácter. Es, por sobre todo, abogada. Pobre del vendedor inescrupuloso o del conductor irresponsable que se cruce en su camino: con su carnet de abogada en mano, mi madre le prometerá una larga jornada en los tribunales y todo el peso de la ley.
Mi mamá nos transmitió el rigor en la casa y en la vida. En el colegio fui buen alumno, pero bastaba una nota mediocre para llevarme un buen reto. De ella también aprendí el amor por la lectura y el respeto por el lenguaje: en el almuerzo dominguero se esperaba que los hijos tuvieran opinión y la expresaran con claridad. Mi carrera de profesor universitario y servidor público empezó con esas conversaciones.
La expulsión de mi padre de Chile el año 76 me mostró la fortaleza de mi madre. Hoy sé que, en los días después del arresto de mi papá, ella temía que nos vinieran a llevar a todos. Pero frente a sus hijos no mostró ese miedo ni por un instante. Así salimos adelante, y la familia partió exiliada a Estados Unidos. Vinieron años duros: de soledad, escasez e incertidumbre. Pero a los hijos nunca nos faltó nada, menos la preocupación y el cariño.
Han pasado muchas cosas desde entonces. Hoy vivimos cerca. A veces llego cansado a la casa y se me alegra la vida al encontrar a la Lela, como le dicen sus nietos, de rodillas en la alfombra en medio de un juego con la Rosa, la Ema o Gaspar. Éste, el más chico, es su regalón. “Gaspar es el último amor de mi vida”, me dijo hace poco. Al decirlo, a ella se le humedecieron los ojos. Y al escucharlo, a mí también.
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