Patricio Aylwin

Patricio Aylwin

Cuando conocí a Patricio Aylwin, se me entró la voz.

Corría 1991. Don Patricio era Presidente de la República y yo un joven asesor en el Ministerio de Hacienda. El ministro de la época, Alejandro Foxley, me encargó informar al Presidente de las conversaciones con México, país con el que negociábamos un acuerdo de libre comercio.

Camino a la reunión iba confiado; como miembro del equipo negociador chileno, conocía bien el asunto. Pero una vez que entramos al comedor presidencial, me invadieron los nervios. Estábamos en el palacio de La Moneda, y ese señor delgado que tenía al frente era el Presidente de la República. “Explícale al Presidente” dijo mi jefe, el ministro, y yo abrí la boca para hablar…. pero no salió sonido alguno. Otro intento… y con desesperación y tremenda vergüenza escuché como surgían de mi garganta unos ruidos incomprensibles.

Don Patricio se dio cuenta y me ofreció algo para tomar (puede haber sido horchata, que por órdenes expresas suyas se servía en La Moneda en esos años). Solo al cabo de varios intentos logré pronunciar palabra.

Por esos días, durante un viaje al extranjero, al Ministro Foxley le preguntaron por el carácter y los valores del Presidente Aylwin. “Es por sobre todo un hombre de derecho”, respondió. La descripción me pareció tan adecuada que me ha quedado dando vueltas en la cabeza hasta hoy.

No es descabellado sostener que el jurista/político es un personaje distintivo de nuestra historia democrática. Pienso en esos legisladores cuyos argumentos siempre van (¿iban?) apoyados en la cita del artículo relevante del código respectivo. Suelen no producir la retórica más eléctrica ni la política más glamorosa. Pero sí suelen generar diálogos civilizados, decisiones prudentes, y avances graduales y sustentables. De esa manera tan legalista, tan puntillosa, tan chilena, de hacer política, Patricio Aylwin es el mejor exponente en nuestra historia reciente.

Es difícil comprender al Presidente Aylwin sin hacer referencia a “la escuela” (como le dicen sus egresados) de Pío Nono esquina Bellavista. Allí, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, se formó. Entre sus compañeros estaban Enrique Silva Cimma (años más tarde, su canciller) y Eugenio Velasco (mi padre).

Poco después de que mi papá murió, en el 2001, me encontré con don Patricio en algún evento público. Me llevó a un costado, me dio un abrazo y me dijo: “Por cinco años, en la Escuela de Derecho, tu padre y yo nos disputamos el primer lugar del curso. Pero el último año…. él me ganó”. Al escuchar eso no sólo se me entró la voz; también se me cayeron las lágrimas.

Nuestra transición de la dictadura a la democracia fue como fue por el modo Aylwin de hacer política. Chile necesitaba un líder sereno, sensato, sin aspavientos, y lo encontró en Patricio Aylwin.

Asumió la tarea más difícil de nuestra historia política moderna —guiar a Chile desde un régimen de violencia y represión a un régimen de libertades— y lo hizo de modo brillante.

Cuando Aylwin pidió perdón por la atrocidad de las violaciones de los derechos humanos, era la voz de Chile la que hablaba. Logró eso que era —y sigue siendo— tan difícil: levantar la voz creíblemente por todos y a nombre de todos.

Hoy de nuevo la democracia chilena sufre un remezón –muy distinto a la crisis de los años 70 y 80, pero remezón al fin. Hay algunos que piensan que para salir de donde estamos hay que caer en la política de los ofertones, las agresiones y los discursos grandilocuentes. Se equivocan.

Lo que nos hace falta son muchos más Patricios Aylwin: gente que practique la política con moderación y mesura; que entienda que el valor de la democracia está en el respeto a la opinión del otro; que aprecie que la patria es de todos y que Chile sólo avanza cuando logramos ponernos de acuerdo.

Hoy me doy cuenta por qué la primera vez no me salió la voz: a veces el silencio es la mejor respuesta ante la grandeza de un hombre que sabe escuchar —no los gritos de unos pocos, sino lo que de verdad quiere su país. Hoy a todos nos debería salir la voz —con fuerza— para darle las gracias.