Las verdaderas raíces del populismo

Las verdaderas raíces del populismo

MONTEVIDEO – La globalización desbocada ha destruido empleos, ha causado el estancamiento de los ingresos de la clase media y ha profundizado la desigualdad de ingresos. Frente a esto, los votantes ventilan su ira volcándose hacia políticos populistas. Si no damos un paso que nos distancie de manera radical de las políticas económicas liberales, el populismo será imparable.

Esta narrativa es simple y cada vez más popular. También es totalmente equivocada.

Precisamente porque el populismo –ya sea de izquierda (Hugo Chávez en Venezuela, Podemos en España) o de derecha (Donald Trump en Estados Unidos, el Frente Nacional en Francia)– es feo, amenazante y destructivo, su creciente fuerza exige una explicación matizada. La comprensión débil de sus causas llevará a soluciones mal concebidas, y entonces puede que el populismo de veras se torne imparable.

Uno de los problemas de la sabiduría convencional emergente es que mezcla tres conjuntos de factores que deben mantenerse separados para propósitos de análisis y diseño de políticas. La desregulación del mercado de productos y la caída de las barreras comerciales pertenecen a lo que los académicos llaman la  microeconomía. La flujos internacionales de capital que desestabilizan las economías y la austeridad fiscal autodestructiva (Prueba A: la eurozona) forman parte de la macroeconomía. La disminución de los costos del transporte y las nuevas tecnologías que ahorran mano de obra caen bajo la rúbrica de cambio estructural exógeno. Echar estas tres cosas en el mismo saco bajo el nombre de globalización solo causa confusión.

Dicha confusión se hizo evidente hace dos meses, cuando el Fondo Monetario Internacional publicó un artículo que fue recibido como sepultura definitiva del «neoliberalismo» (un término vacío, que puede abarcar cualquier pesadilla contra la que un crítico quiera arremeter un día en particular). Sin embargo, el FMI solo decía lo que, a estas alturas, es manifiestamente obvio. Los movimientos internacionales de capital no regulados pueden ser desestabilizadores. Los grandes ingresos de capital aprecian las monedas, reducen la competitividad y destruyen puestos de trabajo; las salidas súbitas de capital hacen que las monedas apreciadas se desplomen, y así conducen a la bancarrota de las instituciones financieras locales y exigen rescates costosos que salen de los bolsillos de los contribuyentes.

Además, agrega el FMI, la austeridad fiscal puede resultar un tiro por la culata. El recorte de gastos útiles o el aumento de impuestos distorsionadores reduce la oferta de bienes. También reduce la demanda agregada, lo que está bien cuando la economía está sobrecalentada, pero puede ser devastador cuando está deprimida, y una trampa a la liquidez (Prueba B: la eurozona otra vez) impide que la política monetaria haga el «trabajo pesado». Si el crecimiento se frena lo suficiente, la deuda pública como porcentaje del PIB puede terminar aumentando, a pesar de la austeridad.

La conclusión es que los errores macroeconómicos son de alto costo en términos de crecimiento, empleo y distribución del ingreso. Esta es la mala noticia. La buena noticia es que imponiendo controles inteligentes del capital (como hizo Chile a principios de los 1990 y más tarde hicieron otros países), una economía puede disfrutar de los beneficios del libre comercio de bienes y servicios con una movilidad de capitales menos desestabilizadora. Hace ya casi diez años que el FMI viene reconociendo que los controles son un instrumento de política ­útil –un cambio de opinión que aplaudí en 2011–.

De modo similar, la austeridad fiscal mal orientada no es inevitable, y tampoco está inexorablemente ligada a la globalización –especialmente la del tipo inteligente, que modera los movimientos de capital de corto plazo–. Las economías cerradas también pueden sufrir crisis fiscales, mientras que las economías abiertas pueden evitarlas si adoptan las políticas correctas.

La clave se encuentra en ser keynesiano a través de todo el ciclo económico: adoptar políticas expansivas cuando el crecimiento es lento; apretar las clavijas fiscales para reducir la deuda pública (y así crear espacio para una expansión futura) cuando la actividad económica es vigorosa. Las reglas fiscales pueden contribuir a que tal patrón de conducta sea políticamente aceptable.

No es necesario tirar por la borda al bebé de un orden económico internacional liberal junto con el agua de la bañera de una mala política macroeconómica. Las economías abiertas a la tecnología y a los bienes y servicios importados pueden desarrollar herramientas para mitigar la volatilidad y defender empleos. Europa, operando con dificultad bajo una moneda común, una unión bancaria poco entusiasta y una política fiscal innecesariamente austera, ha optado por abandonar dichas herramientas. Esta opción ni era inevitable ni debe ser imitada por el resto del mundo.

El otro problema con el vínculo simplista que la sabiduría convencional establece entre la globalización y el populismo, es que como no presta atención a las fechas, no puede determinar relaciones causales. Sean cuales sean sus orígenes, las remuneraciones promedio en Estados Unidos están estancadas desde los años 1970. Según señala Daniel Gros, la brecha salarial entre los trabajadores altamente educados y los demás ha permanecido relativamente constante en Europa (y va en descenso en el Reino Unido) durante los últimos diez años. Y en países como Bélgica, Francia y España, la tasa de desempleo fue del 10% o más durante largos periodos en los años 1980 y 1990. Sin embargo, en esos tiempos no se produjo ningún estallido de populismo autóctono como sucede hoy día. ¿Por qué?

La respuesta radica en la política. Y, como le gustaba decir al expresidente de la Cámara Baja de Estados Unidos, Tip O’Neill, la política siempre es local.

Las elites de los países occidentales se desacreditaron al permitir los excesos financieros que contribuyeron a desencadenar la Gran Recesión y al enfrentar sus consecuencias sociales con excesiva lentitud, especialmente en Europa. Luego, subestimaron la repercusión que tendrían la migración irrestricta y el debilitamiento aparente del estado-nación sobre el sentido de «nosotros» –aquellos con quienes compartimos un destino y a quienes pedimos sacrificios (uno de los cuales es pagar impuestos)–.

Ricardo Hausmann, de la Universidad de Harvard, señala que los británicos prefieren tener cuatro equipos de fútbol diferentes (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), aunque si hubieran optado por un equipo único quizás habrían evitado la derrota ante la pequeña Islandia, como le sucedió a Inglaterra en la última Copa de Europa. No sorprende, entonces, que si se considera el asunto desde este punto de vista, el Reino Unido haya optado por el Brexit.

En este momento, al no montar una defensa a viva voz de las virtudes del liberalismo, las elites políticas occidentales, aparentemente amedrentadas por los populistas, están cometiendo un nuevo error. Los patéticos esfuerzos a favor de «Permanecer» que realizó Jeremy Corbyn, el líder del Partido Laborista británico, con anterioridad al referendo del Brexit y su incapacidad (se podría decir su renuencia) para confrontar las numerosas mentiras de los partidarios del Brexit, constituyen un caso ilustrativo.

En los años 1930, pensadores como John Maynard Keynes y líderes políticos como Franklin Roosevelt, con palabras valientes y elocuentes dignas de ser citadas hasta el día de hoy, desecharon las ortodoxias irracionales del capitalismo con el fin de salvar el orden democrático liberal. Al cabo de una guerra mundial y de decenas de millones de muertos, tuvieron éxito.

Hoy en día, los valores democráticos liberales nuevamente se encuentran asediados, y otra vez la única salida es la vía señalada por Keynes y Roosevelt. Debemos seguirla.

Columna publicada originalmente en www.project-syndicate.org